viernes, 7 de mayo de 2010

De Quiroga a García Márquez: el cuento como artificio

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Rigoberto Gil Montoya

Profesor de la Universidad Tecnológica de Pereira

Director del semillero de investigación en cuento literario.

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Pretendo señalar de qué modo Horacio Quiroga y García Márquez establecen unas posturas formales ante el hecho de la escritura del cuento. Al firmar su Decálogo del perfecto cuentista, Quiroga está expresando que escribir cuento exige unas formas, unos modelos y conviene pensar esas formas en relación con una rica tradición literaria. Por eso en su decálogo de convicciones le dice al novel cuentista que debe creer en Poe y Maupassant, en Chejov y Kipling. Le dice también que escribir cuentos puede convertirse en arte, siempre y cuando, dentro de esa tradición, se insista en aspectos formales y de contenido. Quiroga apela a la conciencia de la escritura, antes que a la emoción; apela a los modelos, antes que a la inspiración. Era 1928 y de esta forma el cuentista uruguayo respondía a los aires vanguardistas que se habían hecho poesía y extraño canto en Huidobro y Vallejo.

Veinte años después un joven de provincia, Gabriel García Márquez, empezaba a escribir cuentos alentado por la convocatoria de un escritor y periodista, Eduardo Zalamea Borda (Ulises). Desde las páginas de El Espectador Zalamea invitaba a los nuevos escritores a que enviaran sus textos al periódico. Los publicaría, decía, si estaban “escritos correctamente y dentro de ciertas normas de buen gusto, que creo poco menos que imposible definir”. Así, el periodista parecía responder a la precariedad de una escritura moderna en el país, cuyos temas seguían inventariando lo terrígeno y la violencia política. Era 1947 y los machetes del Bogotazo empezaban a afilarse. García Márquez envía sus primeros cuentos, “La tercera resignación” y “Eva está dentro de su gato” y aparecen publicados en las páginas de El Espectador. De estos textos iniciales el que me parece más interesante es “La mujer que llegaba a la seis”. Salió publicado por primera vez en 1950, en el semanario Crónica de Barranquilla. Como lo anotara Ángel Rama, este texto aparecerá de nuevo en 1952, en las páginas de El Espectador, con una carta en la que García Márquez expresa, entre otras cosas, que ese cuento “parece más de Hemingway que de Gabriel García Márquez”.

He aquí el surgimiento de una escritura conciente para el país y muy cerca de los derroteros que Quiroga expresara en la década del veinte. En el punto tres de su manifiesto Quiroga escribió: “Resiste cuanto puedas a la imitación, pero imita si el influjo es demasiado fuerte. Más que ninguna otra cosa, el desarrollo de la personalidad es una larga paciencia”. García Márquez habría imitado concientemente el estilo de Hemingway y él mismo evalúa el atrevimiento: “Eso es una calamidad. Pero como el reparo me parece una tontería, y, además, como el cuento me gusta, no veo por qué debo inyectarle mis habituales dosis de pesadilla, sólo para que Hemingway no se dé el lujo de decir que estos indios de plumas y taparrabo escribieron un cuento que parece suyo”.

Entre el derrotero estético de Quiroga y la carta aclaratoria de García Márquez, el cuento latinoamericano participa del interés por desligar el oficio de la escritura de otros oficios. El escritor se asume, valida una tradición, reescribe temas y se impone, a sí mismo, unos presupuestos estéticos. Esto formaría parte, por supuesto, del diálogo con lo universal que Borges postula como principio en “El escritor argentino y la tradición” (1932), y de la mayoría de edad a la que se refiere Alfonso Reyes en sus “Notas sobre la inteligencia americana” (1936).

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